El derecho de haber visto. Cuando las obligaciones se convierten en favores y éstos, en créditos.

Derecho de haber visto. Familia solidaria
Es cierto que, al ser solidario u hospitalario, muchas veces la persona beneficiaria o sus responsables trataban de devolver el favor al benefactor. Sin embargo, lo que realmente nos movía era un agradecimiento considerado “supremo”. Este agradecimiento no dependía directamente de quien se beneficiaba, sino de un concepto similar al karma hindú. Según esta creencia, los actos de bondad se devolvían, incluso con intereses, de alguna manera y en algún momento. Esto ocurría aunque no siempre donde lo esperabas. Por eso, no ser solidario u hospitalario estaba mal visto.

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Introducción

Nací en un entorno donde la generosidad, la solidaridad y la hospitalidad eran valores fundamentales de las personas, y estos se reflejaban en cada rincón y en cualquier acto que alguien realizaba. Esto ha cambiado, y me gustaría decir que para bien, pero no me atrevo. Ahora, estos valores parecen haberse convertido en algo que se vende. Hemos pasado de un extremo, excesivamente idealista, a otro, igualmente radical. Este último extremo, ha originado la expresión «el derecho de haber visto». Déjame explicarme.

El extremo idealista

La solidaridad y hospitalidad en el hogar

Poniendo mi casa como ejemplo, porque no era diferente de la mayoría de las casas de mi entorno, se podía observar que en ella vivían no solo mis padres y nosotros, los hijos. Prácticamente en todo momento, teníamos a algún tío, primo, tío abuelo o pariente, ya fuera cercano o lejano, viviendo con nosotros.

La mayor parte de las vaces, si el pariente era joven, es que estaba en periodo estudiantil y había sido confiado a mis padres para que se hicieran cargo de él mientras estuviera en la ciudad. Esto sucedía cuando sus padres o parientes más cercanos no vivían en la ciudad, no tenían suficientes medios económicos para mantenerlo en sus casas, o se necesitaba un hogar más o menos estructurado donde se pensaba que el joven recibiría una buena educación para el futuro.

Si era adulto, era posible que no hubiera encontrado aún una estabilidad suficiente para independizarse, y mientras estaba en ese proceso, encontraba en mi casa un lugar donde refugiarse. También había parientes que, al enfermarse, necesitaban que alguien se hiciera cargo de ellos durante su recuperación.

Por otro lado, estaban los que estaban de paso. Podían quedarse semanas si habían venido por un viaje, para realizar gestiones o resolver asuntos antes de regresar. En aquel entonces, los hoteles eran utilizados mayormente por extranjeros, especialmente blancos. Hospedarse en un hotel mientras visitabas otra ciudad se veía como una señal de que no tenías familia. Peor aún, ya que era prácticamente imposible no tener familia debido a nuestras relaciones de parentesco, se interpretaba como que eras una persona apática o engreída.

En aquel tiempo, por muy acomodado que fueras, no era del todo bien visto optar por un hotel en lugar de la hospitalidad de familiares o amigos. Así de hospitalarios y solidarios éramos.

La generosidad con los bienes

Otro ejemplo podría relacionarlo con la comida y los bienes en general. Tengo muy pocos recuerdos de mi infancia en los que se haya comprado fruta alguna vez en mi casa, ya fueran bananas, mangos, naranjas, atangas o cualquier otra. En nuestro patio teníamos una gran variedad de árboles frutales, y lo mismo ocurría con los vecinos.

En temporada, no importaba si tenías árboles o no; siempre podías conseguir fruta de algún vecino. Normalmente lo hacías pidiendo permiso, aunque a veces simplemente la cogías, incluso si eso causaba algún disgusto. Recuerdo haber vendido mangos varias veces del patio de mi casa. Teníamos tantos que algunos llegaban a estropearse. Sin embargo, más que vender, era prácticamente regalar. Lo que ganábamos era insignificante, solo buscábamos algo de dinero para comprar dulces. Al final, terminábamos intercambiando todos nuestros mangos por cosas como esas.

Análisis de este extremo idealista

Con el tiempo, he aprendido que este extremo, aunque se basaba en la premisa del amor y el bien hacia el prójimo, no era del todo positivo.

Es cierto que, al ser solidario u hospitalario, muchas veces la persona beneficiaria o sus responsables trataban de devolver el favor al benefactor. Sin embargo, lo que realmente nos movía era un agradecimiento considerado “supremo”. Este agradecimiento no dependía directamente de quien se beneficiaba, sino de un concepto similar al karma hindú. Según esta creencia, los actos de bondad se devolvían, incluso con intereses, de alguna manera y en algún momento. Esto ocurría aunque no siempre donde lo esperabas. Por eso, no ser solidario u hospitalario estaba mal visto.

Cuando llevamos esto a extremos, surgían situaciones donde algunas personas intentaban obtener otro tipo de provecho, especialmente económico. Esto sucedía debido a su precaria situación y la necesidad de sacar adelante a su familia. Sin embargo, estas prácticas eran mal vistas. Por ejemplo, cultivar árboles frutales para vender los frutos a los vecinos se consideraba un acto de tacañería. Esto era así incluso si ese dinero era necesario para subsistir. Era casi obligatorio regalar una parte considerable y vender solo el resto para evitar juicios negativos.

Nuestro sistema de parentesco es tan extenso que las personas acogían a casi todo el mundo, la mayoría de las veces sin esperar nada a cambio. Sin embargo, podría haberse implementado un sistema de arrendamiento o manutención en el que se cobrara una cantidad razonable a quienes recibían alojamiento, comida u otros cuidados. Esto no habría sido necesariamente malo.

Lamentablemente, muchas personas cargaron con el peso de mantener familias enteras. Como resultado, dedicaron su vida únicamente a preocuparse por alimentar a los demás y ofrecerles un lugar donde dormir. En la vejez, muchos vivieron en la más extrema pobreza, sin haber ahorrado nada para su futuro. Esto ocurrió porque dedicaron todo su esfuerzo a cuidar de familiares, tanto cercanos como lejanos.

El cambio al extremo radical

Pero la situación ha cambiado, y hemos pasado al otro extremo, al radical.

Las obligaciones como favores con costo

Es muy común en nuestro entorno encontrar personas que “cobran” directa o indirectamente por realizar un servicio para el cual ya reciben un salario. Esto se observa en muchos puestos de trabajo en nuestra sociedad. Por ejemplo, un cajero de banco, que ya percibe un sueldo por su labor, a menudo se va a casa cada día con un dinero extra que los clientes le “regalan”. Digo “regalan” entre comillas porque, aunque el cajero no lo exija abiertamente, la situación lleva a que los clientes lo hagan.

Créeme, si no quieres ver a otros cruzándose continuamente delante de ti mientras esperas, o no deseas recibir un trato que te haga sentir como si el dinero que vas a retirar fuera un favor que te están haciendo, terminas dejando algún que otro billete a la persona que te atiende.

Esta práctica, tan común y alarmante, ha provocado que los responsables del banco vayan colocando notas en las paredes con mensajes como: “No le dé dinero al cajero como pago.” Sin embargo, aunque estas notas lo adviertan, la costumbre sigue.

Otro caso muy común ocurre cuando solicitas un préstamo al banco, el cual se te otorga como crédito. A veces, parece que te están regalando el dinero porque sientes la presión de entregar una parte a quienes intervienen en la gestión, a pesar de que serás tú quien, posteriormente, deba devolver la deuda con intereses.

Son tantos los casos similares que, prácticamente, en cualquier lugar donde vas a recibir un dinero por un derecho o una obligación que te corresponde, la persona que interviene en el proceso —haciendo su trabajo— siente que tiene que quedarse con una parte. A su vez, quien recibe el dinero también se siente obligado a darle algo a esa persona.

Podemos mencionar a quienes ocupan puestos de responsabilidad en servicios de contratación de personal, directores de empresas, firmantes de proyectos, gestores de servicios… Todos ellos, aunque ya cobran por sus servicios, parecen necesitar un «extra» para realizar su trabajo. Si no accedes a darlo, simplemente puedes perder la oportunidad.

El derecho de haber visto

El impacto indirecto de esta práctica es tal que ambas partes —tanto quien realiza la gestión, como parte de su actividad laboral remunerada, como quien se beneficia de ella, por derecho u obligación— asumen, aunque sea de forma implícita, que uno debe recibir y el otro debe dar.

Incluso, si te encuentras con alguien que deja claro que no espera nada de ti, la situación puede sorprenderte o incluso generarte desconfianza. En estos casos, es probable que insistas en darle algo, porque han existido situaciones en las que no lo haces, confiando en la aparente honestidad de la otra persona, solo para descubrir más tarde que debiste haber dado algo. Puede ser que la negativa fuera un simple formalismo, o que el momento o el lugar no fueran los adecuados para el intercambio. Esto genera aún más incertidumbre en la relación entre ambas partes.

Una expresión común utilizada aquí, que refleja esta actitud (y mucho más), es el «derecho de haber visto». Este concepto implica beneficiarse o recibir una retribución únicamente por el hecho de haber presenciado una actividad en la que alguien obtiene dinero. Basta con ver a una persona contar billetes para sentir que se tiene el «derecho» de reclamarle una parte de ese dinero. El «derecho de haber visto», una expresión usada frecuentemente de manera coloquial, refleja en profundidad una supuesta obligación moral que lleva a las personas que poseen un recurso económico a hacer partícipes a otras de él, sólo por el hecho de haberlo visto.

Los favores como préstamos a crédito

Otros casos de generosidad llevados al mal extremo ocurren cuando, sin la obligación de ayudar a otro, uno lo hace por voluntad propia, porque quiere o le apetece. Pero luego pasa lo mismo: espera que ese favor le sea devuelto a crédito por la otra persona.

Aquí me surgen dos cuestiones. Si lo que haces como favor es realmente un servicio por el que esperas alguna compensación, ¿por qué no somos claros y lo decimos desde el principio, para evitar malentendidos? En este caso, las intenciones de ambos estarían claras desde el principio. Por otro lado, si lo que se ofrece es simplemente un favor, ¿por qué la obligación de recibir algo por ello?

Ahora, por ejemplo, supongamos que estoy en mi puesto de trabajo y me entero de que la empresa necesita reclutar personal con ciertas cualificaciones. Aviso a alguien que sé que las cumple y, por casualidad, consigue el trabajo. Esta persona no me agradece, me paga. Porque «la gratitud no se come».Cada vez más, lo que antes podría haber sido un simple favor se convierte en algo que se cobra, ya sea directa o indirectamente.

Conclusiones

Llegados a este punto, donde ya no somos lo que éramos antes —aquellos que donábamos prácticamente todo al prójimo— y ahora cobramos incluso por lo que no deberíamos, creo que es momento de detenernos un poco y reflexionar sobre adónde queremos llegar.

Es cierto que debemos rentabilizar nuestros servicios, pero debemos hacerlo de una manera profesional, sin caer en conductas de corrupción. Y lo más importante, sin olvidar que somos humanos y que no todo se paga con dinero. A veces, un «gracias» y un «por favor» son mejores que los billetes que no salen del corazón.

Y tú, ¿has participado alguna vez en el «derecho de haber visto»? ¿Como proveedor o como beneficiario?

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